domingo, 27 de septiembre de 2009

Cuando los duendes tienen miedo


Gracias a Literatura Infantil, he encontrado esta página mexicana con recursos didácticos para los niños. De ella he tomado este cuento que me ha parecido divertido.

CUANDO LOS DUENDES TIENEN MIEDO.
Edith Mabel Russo

Cuando los duendes tienen miedo puede ser por varios motivos.
Porque los hombres descubrieron su aldea.
Porque las brujas los molestan con sus chirridos y no los dejan dormir.
Porque alguna lluvia inundó sus calles y no hay botes para todos.
Porque los chicos dejaron de creer en ellos.

Pero en este caso, a los duendes de la aldea, no les pasaba nada de eso. Tenían miedo porque cerca, muy cerca, en una caverna que había estado desocupada por miles de años, se había instalado un terrible dragón. Negro, enorme, cubierto de escamas. Con poderosas garras y con una boca grande repleta de afilados dientes, de la que salían largas llamaradas.
Los duendes tenían miedo, como quien dice, estaban muertos de miedo. Pero lejos de quedarse sentados a temblar, decidieron mudar su aldea a una cueva subterránea (donde igual seguían temblando).

Organizaron su vida de tal manera que casi no tenían que salir. Sólo cada tanto, uno de ellos, elegido mediante un sorteo, iba al bosque a buscar semillas para luego plantarlas y tener suficiente comida por varios meses. Los que se quedaban, le advertían con los ojos afuera de sus órbitas:

—¡Cuidado! Si el dragón te descubre, te golpeará con su cola como si fuera un látigo.

—Si logra acercarse, te quemará con el fuego de su enorme bocota.

—¡Y sus dientes! Si te atrapa te cortará en rebanadas en sólo un segundo.

El pobre duende, elegido por sorteo, salía temblando de tal manera, que durante las primeras horas de su recorrido iba perdiendo todas las semillas que recogía.
Pero la verdad, la verdad, es que el dragón nunca les había hecho nada.

Simplemente, lo que ocurría era que, cada noche de luna llena, se acercaba a la aldea apoyando sus pesadas patas sobre el pasto (el ruido de su paso era estremecedor), respirando profundamente (el viento que salía de su boca agitaba las ramas de los árboles como una tormenta) y mostrando sus dientes y sus escamas que brillaban bajo la luz de la luna (el encandilamiento dejaba ciegos por un rato a todos los duendes).

Cuando eso ocurría, los duendes corrían despavoridos y, generalmente, gracias a sus poderes, desaparecían hasta volver a aparecer todos desparramados por cualquier lado.
Después de varios días, se reencontraban nuevamente en la aldea, y se escuchaba:

—¡Que suerte que no nos golpeó!

—¡Qué suerte que no nos cortó!

—¡Qué suerte que no nos quemó!

Después los días seguían iguales. Con un miedo terrible y con un temblor general que aumentaba a medida que se acercaba la próxima luna llena.

Ese día, el duende Namburetoxamin (elegido en el sorteo) caminaba temblando y recogiendo semillas. Guardaba una y levantaba la vista para ver si aparecía el dragón. Así una, dos, cien veces, hasta que de pronto, un ruido ensordecedor lo sorprendió. Una gran sombra lo cubrió totalmente. Parecía que la tarde se había convertido en noche.

De pronto… silencio.

Namburetoxamin inmóvil, sólo podía mover sus ojos y con ellos vio como una cosa parecida a una cabeza se le acercaba…

—¡Oia! ¡Un duende! —dijo la cabeza (bueno, la boca que estaba en la cabeza).

—¡Oia! ¡Un nene! —dijo el duende— ¡Uf! ¡Qué alivio!

Y como los nenes y los duendes son amigos, minutos después estaban charlando como si se conocieran de toda la vida.

Lo primero que el duende le contó fue lo que sufría su aldea con la amenaza permanente del dragón negro, enorme, cubierto de escamas. Con poderosas garras y una boca grande repleta de afilados dientes, de la que salían largas llamaradas.

Entonces, el nene le dijo:

—Mirá Namburetaxin, digo Namtoxamin, eh… Nambuto…, bueno escuchá: lo que tienen que hacer es juntar corchos para tirarles a las garras y a los dientes y volverlos inofensivos. También desviar un río hacia la aldea, contenerlo con una represa y cuando el dragón se acerque, tendrán, suficiente agua para apagar sus llamaradas. Después, armar un pantano profundo que rodee completamente la aldea para que el dragón se caiga y además, guardar viento en bolsas por si falla lo del agua.

El duende lamentó no tener dónde anotar el plan de batalla pero, luego de agradecer al nene por las ideas, se marchó hacia su aldea repitiendo: “corchos, río, agua, viento, pantano, corchos, río, agua, viento, pantano…”.

Cuando llegó, sin ninguna semilla pero con tantas ideas, los otros duendes lo rodearon completamente para escucharlo. Entusiasmados se repartieron las tareas, las que les llevarían unos cuantos días. Pero el entusiasmo de vencer al dragón negro, enorme, cubierto de escamas, con garras…, eh…esteee…., al dragón malo, los hizo trabajar sin detenerse.
Exactamente una noche antes de la luna llena, todo estaba listo: río desviado, montañas de corchos, bolsas llenas de viento y pantano.

Sólo era cuestión de esperar.

Las horas del día siguiente parecía que pasaban con más lentitud.

Pero el momento llegó.

El cielo comenzó a oscurecerse y la luna redonda se fue asomando detrás de los árboles.
Silencio, intriga, miedo, temblor…

El dragón… ¿aparecería?

Claro que sí. Tapando con su cuerpo enorme a la luna, se acercaba pisando pesadamente y resoplando sin cesar.

Ya estaba cerca, demasiado cerca.

Namburetoxamin estaba listo para dar la orden de ataque. Miró por última vez a los otros duendes que estaban agazapados cada uno en su puesto y levantando su brazo derecho dijo:
—¡Preparados… listos…!

Pero antes de que dijera “¡ya!”, se escuchó la voz gruesa del dragón que decía:

—Perdón… ¿alguien de ustedes sabe leer?

—A-alguien de us-ustedes sabe ¿qué cosa? —dijo Namburetoxamin a punto de desmayarse y todavía con el brazo en alto.

—Leer. Pregunto si alguno de ustedes sabe leer. Es que en mi caverna tengo una pila así de libros de cuentos, pero no sé leerlos, ¿alguien me los puede leer?

—¡Yo no!

—¡Yo tampoco!

—¡Yo no fui a la escuela!

—¡Yo sólo sé las vocales!

—¡A mí no me miren!

Esas y muchas respuestas más se escucharon durante un largo rato.

Entonces el dragón, bajó la cabeza, dio media vuelta y empezó a marcharse.

—¡Esperá! —le gritó Namburetoxamin, tratando de bajar el brazo—. Creo que acá hay una confusión. Voy a hacerte unas preguntas: ¿Nos vas a golpear?

—¡No!

—¿Nos vas a cortar en rebanadas?

—¡Nooo!

—¿Nos vas a quemar?

—¡Claro que no! Ya me aburrí de hacer esas tontas cosas. Ahora quiero tener una vida tranquila. ¡Ya tengo 223 años! ¡Es hora de descansar!

—¿Ah, sí? —dijo el duende encargado de las bolsas llenas de viento—. ¿Y por qué nos asustabas cada noche de luna llena? ¿Eh?

—Ustedes se asustaban. Yo sólo salgo las noches de luna llena porque veo mejor dónde piso, no sea cosa que pise alguna flor…

—¡Aaaahhhh! —hicieron todos los duendes mirándose entre sí.

Y así termina este cuento de los duendes con miedo y el dragón negro, enorme, cubierto de escamas, con poderosas garras y…, bueno, el dragón que no sabía leer.

Ahora, cada día en la aldea se hace un sorteo, pero para saber a quién le toca ir a la caverna a leerle un nuevo cuento al dragón, que siempre los espera con leche y masitas.

Eso sí, lo único que les pidió el dragón a los duendes es que nunca le digan a ningún nene que él no pisa a nadie, no golpea con la cola, no corta en rebanadas, ni larga llamaradas de su boca.

Es que en los cuentos mágicos, los dragones siempre, pero siempre, tienen que asustar.



Texto tomado de la Biblioteca Imaginaria con fines educativos

A este dragón que dibujó María le gusta que le cuenten cuentos antes de ir a dormir.

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