Leyenda del Viento Sur de Anahí Roselló
Hace millones de inviernos, cuando el fuego del sol recién estaba naciendo, más allá del sur de la Tierra, en Santa Cruz, vivían los gigantes.
Eran tiempos de noches con estrellas, de ballenas cantando en el mar, de cuevas para abrigarse.
En una de esas cuevas vivía Huenulún., el gran jefe. Y con él vivían sus tres esposas y su única hija, Calafate.
Calafate tenía los ojos dorados y una cabellera del color de las uvas oscuras. Todas las noches se peinaba con el viento, en la orilla de las olas. Por las mañanas, el sol se apuraba a llegar y las gaviotas danzaban en el cielo cuando escuchaban su canto.
Un día, desde el aire llegó a las tierras de Huenulún un gigante de las tierras más al sur del sur. Se llamaba Aoniquén y montaba un hermoso cisne de cuello negro. Apenas vio a la joven supo que no quería separarse de ella hasta el final de los días y las noches. Lo mismo sintió ella.
A Huenulún le molestó el forastero. Amaba demasiado a su hija como para soportar que se alejara hacia otra tribu. Amaba demasiado a su tribu como para permitir que entrara un extraño. Así que, como se aproximaba el tiempo de la nieve, ordenó a su gente marchar hacia el norte.
De nada sirvieron los ruegos de Calafate. Aoniquén no podía ir con ellos y ella no podía quedarse allí.
Esa misma noche, mientras el gran jefe dormía, Aoniquén y Calafate subieron juntos al cisne de cuello negro, se cubrieron con la mejor manta que había fabricado la joven y escaparon hacia las tierras de los bosques, de los ríos y de los lagos con peces, donde ellos creían que nunca irían a buscarlos.
A la mañana siguiente, cuando Huenulún notó que su hija no estaba, bramó como un puma herido y ordenó a la hechicera que la hiciera regresar.
La bruja encendió una fogata de fuego eterno, echó en una vasija plumas de ñandú, patas de zorro colorado, tallos de totora y agua del tronco del caldén. Poco a poco, un vapor azulado fue trepando hacia el cielo. La vieja siguió su recorrido. Después llevó a su oreja la caracola de los murmullos marinos.
Pronto supo del vuelo del cisne y cómo ubicarlo. Entonces, soltó una bandada de feroces pájaros violetas que volaron en la dirección exacta.
Cerca de los bosques de ñires y lengas, los pájaros de la bruja encontraron a la pareja montada en el cisne. Con sus largos picos atacaron al animal, que, enloquecido de dolor, empezó a curvarse. Calafate cayó cerca de los árboles y Aoniquén un poco más allá, en la orilla del lago.
Cuando Huenulún llegó al sitio donde había caído su hija sólo encontró una planta desconocida de flores amarillas como los ojos de la joven, de frutos violáceos como sus cabellos y de sabor tan dulce como su canto. Es el calafate, que hoy crece en la Patagonia.
El joven gigante había sobrevivido, pero al conocer el destino de su amada, se le heló el corazón y rápidamente todo él fue un muro de hielo azul. Es el glaciar que aún hoy, cuando se acuerda de ella, grita como el trueno y se rompe de amor.
Disponible en: La Biblio de los chicos. http://www.educared.org.ar/enfoco/imaginaria/biblioteca/?p=133
Eran tiempos de noches con estrellas, de ballenas cantando en el mar, de cuevas para abrigarse.
En una de esas cuevas vivía Huenulún., el gran jefe. Y con él vivían sus tres esposas y su única hija, Calafate.
Calafate tenía los ojos dorados y una cabellera del color de las uvas oscuras. Todas las noches se peinaba con el viento, en la orilla de las olas. Por las mañanas, el sol se apuraba a llegar y las gaviotas danzaban en el cielo cuando escuchaban su canto.
Un día, desde el aire llegó a las tierras de Huenulún un gigante de las tierras más al sur del sur. Se llamaba Aoniquén y montaba un hermoso cisne de cuello negro. Apenas vio a la joven supo que no quería separarse de ella hasta el final de los días y las noches. Lo mismo sintió ella.
A Huenulún le molestó el forastero. Amaba demasiado a su hija como para soportar que se alejara hacia otra tribu. Amaba demasiado a su tribu como para permitir que entrara un extraño. Así que, como se aproximaba el tiempo de la nieve, ordenó a su gente marchar hacia el norte.
De nada sirvieron los ruegos de Calafate. Aoniquén no podía ir con ellos y ella no podía quedarse allí.
Esa misma noche, mientras el gran jefe dormía, Aoniquén y Calafate subieron juntos al cisne de cuello negro, se cubrieron con la mejor manta que había fabricado la joven y escaparon hacia las tierras de los bosques, de los ríos y de los lagos con peces, donde ellos creían que nunca irían a buscarlos.
A la mañana siguiente, cuando Huenulún notó que su hija no estaba, bramó como un puma herido y ordenó a la hechicera que la hiciera regresar.
La bruja encendió una fogata de fuego eterno, echó en una vasija plumas de ñandú, patas de zorro colorado, tallos de totora y agua del tronco del caldén. Poco a poco, un vapor azulado fue trepando hacia el cielo. La vieja siguió su recorrido. Después llevó a su oreja la caracola de los murmullos marinos.
Pronto supo del vuelo del cisne y cómo ubicarlo. Entonces, soltó una bandada de feroces pájaros violetas que volaron en la dirección exacta.
Cerca de los bosques de ñires y lengas, los pájaros de la bruja encontraron a la pareja montada en el cisne. Con sus largos picos atacaron al animal, que, enloquecido de dolor, empezó a curvarse. Calafate cayó cerca de los árboles y Aoniquén un poco más allá, en la orilla del lago.
Cuando Huenulún llegó al sitio donde había caído su hija sólo encontró una planta desconocida de flores amarillas como los ojos de la joven, de frutos violáceos como sus cabellos y de sabor tan dulce como su canto. Es el calafate, que hoy crece en la Patagonia.
El joven gigante había sobrevivido, pero al conocer el destino de su amada, se le heló el corazón y rápidamente todo él fue un muro de hielo azul. Es el glaciar que aún hoy, cuando se acuerda de ella, grita como el trueno y se rompe de amor.
Disponible en: La Biblio de los chicos. http://www.educared.org.ar
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